Un gran maestro de un templo zen necesitaba encontrar un reemplazo para su guardián, que había fallecido y que junto con él velaba por la seguridad del templo, así que convocó a todos los discípulos del templo para escoger al sucesor del guardián anterior.
El maestro dijo “Voy a presentarles un problema y el que lo resuelva primero será el nuevo guardián”.
Tras ello, colocó un florero de porcelana fina sobre un banco, delante de todos los discípulos. El florero era sumamente hermoso, se veía perfecto y algunas flores silvestres se encontraban en su interior.
El maestro se dirigió a los demás: “Éste es el problema”, retrocediendo unos pasos humildemente y sentándose frente a todos.
Los discípulos contemplaban el hermosísimo florero, sus detalles, las flores silvestres. El florero parecía tener, al menos, unos quinientos años y su belleza era admirable. “¿Qué tipo de acertijo era aquello?” se preguntaban, sin poder resolver el misterio que encerraba el bello florero.
Tras pasar cierto tiempo, un discípulo se levantó y ante el asombro (y horror) de todos los presentes cogió el florero, caminó unos pasos y lo lanzó al suelo, fuera de las puertas del templo, rompiéndolo en mil pedazos para finalmente, cerrar la puerta.
“Eres el nuevo guardián del templo” le dijo el maestro, indicándole al joven que volviera a a su sitio. El maestro se incorporó y le dijo a todos:
- No importa cuán bello sea. No importa cuán hermoso sea. No importa cuán caro sea. No importa cuán valioso sea, un problema es un problema y debe ser afrontado.
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